Noche de los difuntos
En la noche del día de los difuntos, del 1 al 2 de noviembre, las campanas de la torre doblaban casi toda la noche. Esta tradición, como otras muchas se ha perdido. Y el motivo es que se ha devaluado una de las profesiones más duras y peor pagadas que han existido: la profesión de monaguillo.
Para general conocimiento os diré que no podía ser monaguillo cualquiera. Habia que empezar, aproximadamente con siete u ocho años, y entrar a formar parte de un cuerpo ya constituido, al menos, por cuatro o cinco más, que te precedían en edad, dignidad y gobierno. Había que estar a lo que ellos dijeran. Y había que aprender el padrenuestro, el avemaría, el bendito..., bueno, todas las oraciones; también había que saber cantar, en especial el "reginjonia", que era la misa de réquiem con los oficios, y la misa gregoriana. Era imprescindible aprender pronto a tocar las campanas, como Dios manda, y arreglar los alambres que permitían tocar la campana grande, desde abajo de la tribuna. Lo más duro era "hacer la semana", que consistía en levantarse temprano, muy temprano, lloviera o nevara, subir a la torre (mejor contando los escalones), tocar a misa, ayudar al Sr. cura, agotar las vinajeras cuando acababa la misa ,desayunar algo y salir corriendo para la escuela. Al término de la semana, cobrar, tanto, como si estuviéramos en crisis permanente.
Bueno, pues la noche de los difuntos, los monaguillos teníamos bula para permanecer en el campanario hasta altas horas, bien provistos de leña, castañas, algún que otro chorizo para asar, y lo que cada madre había decidido que lleváramos. La leña, apañada donde se podía, era suficiente para chamuscar seis o siete cochinillos. La lumbre era necesaria para aguantar el frío, y las llamas, en ocasiones, llegaban hasta el piso del reloj, del que sólo quedaban cuatro tablas mal colocadas, pero suficientes para aguantar nuestro peso. Cuando ya la noche era cerrada, entre toque y toque, el monaguillo mayor, el jefe, iniciaba la subida al "palomar", estancia de la torre anterior a la salida de los boliches, para recoger a tientas y con la poca luz de la lumbre, dónde anidaban las palomas y donde estaban los tordos, los pardales, los palomos, algún vencejo y, si no había emigrado, algún míkale. Las batidas sucesivas venían después, y en ellas solo participaban los más experimentados. Los novatos, como mucho, podían subir al reloj. Los más avezados, hasta salían a los boliches, en el tejado. Una vez hecha la carga con algunas docenas de zorzales, tordos y palomos en el zurrón, había que contar historias al calor de la lumbre: unas fantásticas otras reales, pero siempre entretenidas. La noche en la torre, con su toque a difuntos terminaba cuando el Sr. cura nos apremiaba a bajar y a apagar el fuego.