La muerte de la raposa

 
Antaño, cazar a la raposa, que merodeaba por el campo tanteando a qué animales podría atacar burlándose del campesino y sin ser vista a su alrededor, era todo un logro para el cazador o cazadores, que además tenía por añadidura el premio de sus paisanos.

Recuerdo haber visto de pequeña cómo paseaban por el pueblo a la zorra muerta atada a un palo que portaban entre dos personas, con una cesta de mimbre de la mano llamando de puerta en puerta, y cómo cada vecino que salía le echaba en la cesta un aguinaldo como recompensa por el logro conseguido.

Cada cual, con arreglo a sus posibilidades y la voluntad, contribuía en mayor o menor cuantía a premiar a los cazadores: unos garbanzos, unas patatas, un trozo de tocino, una morcilla, un farinato y, en el mejor de los casos, un chorizo.

Agradecidos al fin por ambas partes, quienes la habían cazado porque se veían recompensados, y los que tenían corderos, gallinas, etc., por ver librados a sus animales de ser presas de la raposa, decían: “Esta ya no mata más y nos podría haber tocado a cualquiera”.

Hoy en día esta costumbre ya no existe, debiendo tenerse en cuenta que, cuando se ponía fin a la vida de este animal, era meramente en beneficio de la vida de otros muchos que eran el sustento de los vecinos, y que sin lugar a dudas acabarían siendo sus presas.
 
María del Carmen Fuentes Sendín